Traducción al castellano por Abigail Schreider. This article is available in its original English version here, as well as in Italian.
Los escenarios de ficción a menudo suelen ser utilizados por ciertos grupos dominantes como espacios de evasión para auto complacerse reproduciendo fantasías de poder que, en general, reflejan sus puntos de vistas sobre la realidad. Anita Sarkeesian, autora de Feminist Frequency (un blog de educación que examina y analiza la relación entre los medios y problemas sociales como género y sexualidad), ha pasado los últimos diez años analizando esta tendencia a través de un profundo análisis de la industria de los videojuegos y demostrando cómo – prefiriendo ignorar a la mitad de su potencial grupo de usuarios, las mujeres – la industria de los videojuegos pública principalmente productos diseñados por y para hombres, y dónde formas de violencia masculina se implementan como fantasías que constituyen las narrativas centrales y hasta forman parte integral de la estrategia de juego del videojuego. Contrariamente al dicho común de que la ficción “es solo ficción”, las implicaciones sociales y políticas de esta operación son de gran alcance, como también demuestra Sarkeesian en el curso de su análisis.
Este tipo de tendencias retoma patrones de dominación y violencia y los incorpora en escenarios de ficción en sus versiones más arquetípicas, reforzando la realidad tal como es y presentándola como ineludible. Gracias al trabajo de Sarkeesian (quien aún debe movilizarse con escolta de seguridad debido a las amenazas que ha recibido) y otras críticas de la cultura pop, esta práctica está siendo examinada de manera crítica y desmantelada lentamente.
A pesar de los intentos de Sarkeesian y otrxs, se puede observar una reciente tendencia que opera de acuerdo con los mismos objetivos pero utilizando un enfoque diferente y más sutil. Sus productos, al mismo tiempos que mantienen los mismos patrones de opresión, se presentan a sí mismos como una crítica de ellos. Han elegido como herramienta narrativa el escenario distópico, a menudo cooptado por la historia de ficción: pero en lugar de implementarse como una advertencia, la narrativa distópica se utiliza como una válvula de escape para los sentimientos nostálgicos sobre estructuras de poder en declive.
Es mayo del 2018 y en el centro de Londres aparecen carteleras publicitarias gigantes con consignas misóginas como “El lugar de la mujer es la casa”, “El único trabajo para una mujer es reproducirse” y “La ciudad no es un lugar para una mujer”. Al mismo tiempo, el periódico Metro lanza una publicación con la primera página muda que solo muestra la frase “Las mujeres no pueden leer este periódico” junto con el logotipo. La gráfica utilizada en estos títulos es la que hemos aprendido a asociar con el nazismo y la opresión, y el único elemento que nos “trae” al presente es la tipografía inusual para la aquella época.
Estos títulos son parte de la campaña publicitaria de la segunda temporada de la serie de televisión The Handmaid’s Tale (La Criada) y son citas directas de la serie que retrata un mundo distópico (originalmente concebido por la autora Margaret Atwood en el libro que lleva el mismo nombre) en el que las mujeres son sometidas por hombres y limitadas al papel de generadoras de descendencia, sin ningún control sobre sus propias vidas o sus cuerpos. Para aquellxs que se molestan en quedarse mirando en la estación de trenes, los carteles publicitarios muestran una “revelación” (una segunda imagen que explica la primera) que contiene un eslogan de liberación, el título de la serie y la actriz principal Elisabeth Moss quemando su tocado de criada. En el caso de la primera página de Metro no existe ningún tipo de “revelación”; y es importante tener en cuenta que nunca existe tal “revelación” cuando la campaña se comparte como una imagen estática (por lo general, las imágenes que contienen lemas misóginos), online o en otro medio.
Al ver los carteles publicitarios, sin saber siquiera qué eran, me quedé congelada; mi reacción espontánea fue de miedo, acompañada de un sentido de urgencia – no urgencia de mirar la serie de televisión – sino de protegerme. Varios son los elementos que contribuyeron a mi reacción: la elección de las palabras, su tamaño físico, el diseño frío con aire de inevitable, el tono autoritario y totalitario con el que se presentan. Más notable aún, estas emociones fueron provocadas por la conciencia de que esas declaraciones son una parte dolorosa de mi realidad; han formado la vida de mis abuelas hace tan solo un par de generaciones atrás; representan una historia de opresión que ha costado la vida a millones de mujeres, privadas de todo control sobre sus cuerpos y sus aspiraciones; y constituyen la realidad cotidiana de la mayoría de las mujeres en el mundo, aún hoy.
Pero sobre todo, como diseñadora y alguien que trabaja en comunicación, lo que creó ese sentido de urgencia fue la conciencia del poder del lenguaje visual. Una vez que estas afirmaciones son sacadas del contexto de una novela de ficción distópica y se amplifican en escala nacional o global, se convierten en entidades autónomas; esta campaña parece ser el caso en el que este tipo de mensajes es utilizado por su efecto de shock, sin conciencia o interés en las consecuencias tangibles sobre lxs más vulnerables.
Lo que es inevitable en este tipo de operaciones es amenazar al mismo grupo del que se está hablando, independientemente de cuál haya sido el objetivo inicial. Dado que el lenguaje, y en particular el lenguaje visual, implica un efecto de normalización por el cual todo lo que se lee o se ve refuerza la aceptación de sí mismo. Cualquier mensaje, si se repite una suficiente cantidad de veces, se establece: la normalización tiene lugar antes de la comprensión, la racionalización o la “revelación” de lo que uno mira. La repetición ha sido ha sido probada como el instrumento de persuasión más efectivo, no es casualidad que sea el que religiosamente implementan los regímenes totalitarios, y la herramienta elegida por la publicidad.
Me gusta creer que comentaristas y diseñadores leen esta campaña con un cierta distancia y sensación de seguridad, como si esos lemas no fueran parte de la realidad de ayer y de hoy, como si nos encontráramos en una especie de utopía postpatriarcal en la que los derechos de las mujeres no están bajo constante amenaza de renegociación; y donde la opresión de las mujeres puede usarse como recurso narrativo en una serie de televisión, sin consecuencias. Pero en este caso, la campaña es desconsiderada y está desconectada de la realidad en la que viven las mujeres hoy en día, y olvida reflexionar sobre el poder que el lenguaje conlleva.
La historia se ha pavimentado con instancias en las que regímenes violentos han tomado el control sobre la comunicación visual para la implementación de ideología; el diseño gráfico de esta campaña parece especular en términos prácticos sobre cómo podría ser en el futuro la publicidad opresiva. No queda claro a qué contribuye esta especulación, si no es con los que ya están en el poder.
“Vive sin límites en un mundo donde
cada apetito humano puede ser satisfecho”
– Línea publicitaria de Westworld
Si pasamos de la publicidad a otros productos de entretenimiento para ilustrar el uso de la ficción como el último escenario de escape en un mundo en que el los sistemas opresivos están siendo eliminados (aunque lentamente), la serie de televisión Westworld (2016-) retrata la realidad virtual como herramienta específica para esta función.
La serie se presenta a sí como un análisis sofisticado y crítico de la sociedad del futuro a través de la lente de la relación humana con la inteligencia artificial. Brillantemente fotografiada y ejecutada, entre todas las posibilidades que tiene, el show elige contarnos sobre un mundo virtual poblado por androides en el que los clientes (que pagan) tienen permitido (por ley) cualquier forma de abuso sobre los androides que lo habitan, pero rápidamente se vuelve claro cómo la serie construye su narrativa para sostener y apoyar la violencia contra las mujeres. A medida que somos testigos de innumerables casos y detalles de esa violencia, comenzando con la elección de repetir la violación de la protagonista femenina a lo largo de varios episodios, pero es el final de la serie lo que revela su verdadero espíritu: el desenlace presenta la naturalización de la furia masculina como el resultado esperado frente al rechazo de las mujeres. No hay mentira que se haya repetido más veces, o que haya tenido consecuencias más reales en los cuerpos de las mujeres, todavía hoy.
El hombre en cuestión es rechazado por una mujer androide cuyo cuerpo es reconstruido y memoria borrada todas las noches – con el fin de mantener el abuso físico y psicológico continuo sin consecuencias – lo que hace que sea virtualmente imposible para ella construir cualquier tipo de relación, romántica o no. El androide mujer es culpable de no reconocer a su “amante”, o no tener recuerdos de un pasado juntos. Debido a esto, él la castiga violandola, todos los días, durante décadas.
Esta revelación es el desenlace de la primera temporada de la serie y se presenta como una explicación razonable de todo lo que hemos visto hasta ese momento; y a su vez también se presenta como la extensión del sofisticado “análisis” sociológico de Westworld. Esta chispa de iluminismo elige como tema central el rechazo de una mujer hacia un hombre presentándolo como un escenario inaceptable incluso cuando la mujer no tiene control sobre sus sentimientos y recuerdos (podríamos consultar estadísticas de asesinatos de mujeres en manos de ex parejas para darnos una idea de la arrogancia masculina también en casos en el que las mujeres si conservamos nuestros recuerdos).
No solo el rechazo del hombre por parte de la mujer es un escenario intolerable, sino que su castigo violento es presentado como el resultado natural y obvio; la venganza masculina es retratada como interminable e imposible de escapar.
En consonancia con una narrativa patriarcal, la serie es también culpable de presentar el abuso como libre de traumas para los abusadores. Al final de cada día, solo los cuerpos desgarrados de los androides son reconstruidos y tambien son sus recuerdos y sentimientos los que se borran y reinician. Además de la inmunidad a las repercusiones legales o físicas (en el entorno virtual de Westworld, los invitados son invulnerables a las balas y los androides no pueden causarles ningún daño), no hay consecuencias morales o éticas para quienes abusan, ningún indicio del profundo daño emocional y psicológico que lastimar a otros trae aparejado. Finalizando con los invitados disponiendo de nuevos cuerpos intactos para masacrar todos los días, sin ningún tipo de análisis crítico, Westworld nos propone de hecho la utopía extrema de la violencia contra las mujeres.
Una crítica recurrente al análisis que acabo de hacer sostiene que mostrar la violencia es una estrategia importante para exponer y hablar sobre la realidad de la opresión. Pero hay una diferencia entre usar sensiblemente violencia para ilustrar la opresión como ejercicio intelectual para sacar a la luz la realidad de la dominación al especular sobre el futuro, y la espantosa glamorización del presente disfrazado de advertencia. En la práctica, escribir sobre un mundo distópico para destacar las estructuras de poder y las amenazas potenciales a la libertad, y traer el mismo mundo a la pantalla con un tono nostálgico y glamoroso, impactando a quienes experimentan la opresión todos los días, son operaciones muy diferentes. Esta diferencia es a menudo sutil y puede escapar incluso al lector más comprometido.
En el 2017, HBO anunció que los creadores de Game of Thrones (posiblemente la serie con la mayor proporción de popularidad y violencia hacia las mujeres) iniciarían a hacer una nueva serie titulada Confederate que tiene lugar en un mundo donde la esclavitud no ha sido abolida. Al igual que con Westworld, esto genera la pregunta, ¿De dónde viene la necesidad de recuperar o proponer nuevamente ese escenario?, ¿Quién está lo suficientemente seguro en su cuerpo para encontrar esta especulación fascinante y apropiada, y quién queda con la carga emocional de esta narrativa una vez que es implementada?. Además, considerando que la violencia que las personas de color han experimentado y continúan experimentando es suficiente sin tener que contar con una violencia hipotética también, podríamos preguntarnos: ¿a quién serviria esta historia?
Con su habitual lucidez, la escritora Roxane Gay reaccionó a las noticias sobre Confederate argumentando: “Es curioso que una y otra vez, cuando las personas crean historias alternativas, proponen historias que ya conocemos íntimamente. Presentan historias en las que la raza blanca prospera y la gente de color permanece oprimida”. Y agrega: “La creatividad sin restricciones implica responsabilidad. No producimos arte en un vacío aislado del contexto sociopolítico […] No puede evitar preocuparme que haya gente, alentada por la administración [Trump], que miraría un espectáculo como Confederate como una inspiración en lugar de una historia de advertencia”.
El privilegio de la provocación
Tanto la campaña de The Handmaid’s Tale, como Westworld y Confederate han sido llamados “provocativos”, un término ampliamente utilizado en el mundo de la comunicación, así como en la publicidad y el entretenimiento, y que generalmente se considera una connotación positiva. Lo que es “provocador” debe cuestionar el status quo formulando preguntas profundas que de otro modo no afrontaríamos, abriéndonos a una nueva comprensión del mundo. En general, esto es algo bueno: el arte ha actuado como una crítica capaz, y a menudo solitaria, de las estructuras de poder a lo largo de la historia.
Sin embargo, algunos nos quieren hacer creer que la noción de “provocativo” se ha expandido para incluir productos que no operan una crítica hacia el poder, sino que simplemente hacen que alguien se sienta incómodo (sea quien sea y por la razón que sea), y que solo, esto es evidencia suficiente de la relevancia de su existencia. La controversia que rodea a Charlie Hebdo y su interpretación del Profeta Mahoma es uno de los innumerables ejemplos de dicha narrativa, y la propia historia de la publicidad se basa en este tipo de provocación. Si es aceptado, este razonamiento borra efectivamente cualquier límite en la cantidad de daño que uno puede hacer a través de la narración de historias, así como también lo desconecta de sus implicaciones sociopolíticas, y le quita responsabilidad.
Si uno mira estos ejemplos detenidamente, es fácil ver cómo la capacidad de provocar no está nunca en manos de lxs marginados, sino en aquellos que están en el poder. De hecho, uno podría argumentar que, cuando falta una crítica del poder, la capacidad de provocar a otrxs está directamente relacionada con cuestiones de privilegio. De manera similar, la capacidad de especular con ‘fascinación’ sobre escenarios de dominación proviene de una posición de seguridad privilegiada en la que este tipo de exploración deja ilesos algunos a expensas de otrxs. Para algunos, estas son investigaciones inocentes (o más probablemente, investigaciones que refuerzan y confirman) un cierto orden de cosas, mientras que a otrxs se les recuerda una historia de dominación que aún está en curso.
En julio de 2018 (Verano en en el hemisferio norte), la revista Monocle publica una inserción titulada Time to Cool it (una expresión literalmente traducible en “Es hora de relajarse” que hace referencia a relajarse emocionalmente) pero que aboga por “el fin de todos estas tonterías sobre la apropiación cultural”, y “es un momento en que las personas tienen miedo de hacer anuncios que insinúan sexo o sean divertidos, mucho menos que sea un poco grosero”, invita a “ser gracioso, grosero y descarado”. Si bien el uso del humor combinado con la vulgaridad sea posiblemente la narración más antigua del patriarcado para subyugar a los otros y minimizar sus reacciones, estas citas ilustran cómo, en un momento en que la opresión estructural está siendo expuesta y criticada, la provocación es vendida como un acto de liberación. La forma en que el poder aboga por la liberación, sin embargo, nunca es para la liberación de otrxs. Lo que de hecho defiende el poder es su propia liberación de toda responsabilidad.
En 2017, el empleado de Google James Damore es despedido después de circular un memorándum argumentando la teoría largamente desmentida de que la razón por la que menos mujeres trabajan en la industria de la tecnología es porque, por naturaleza, no son tan buenas como los hombres. A pesar de ser una respuesta adecuada tanto a la ignorancia como a la arrogancia, en lugar de aprobarse como un acto de protección hacia lxs más vulnerables, el despido fue condenado como una limitación a la “libertad de expresión” y desencadenó un acalorado debate. Una vez más, lo que estas narrativas proponen en realidad es la libertad de difundir ignorancia a expensas de lxs demás, sin repercusiones. Pero en una sociedad igual y justa, la libertad nunca puede estar libre de consecuencias.
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The Handmaid’s Tale se encuentra ya en su segunda temporada. Mientras una revista sueca llamada Plaza Interior publica imágenes de cocinas inspiradas en la estética de la serie, y Mercedes Benz informa un aumento en las ventas del mismo automóvil utilizado por los fascistas en el mundo de la misma ficción, escuché de varias mujeres que ya no podían seguir viendo el show televisivo, angustiadas por su enfoque voyeurista y glamoroso de esa violencia una vez descripta con sensibilidad por Atwood. Una de ellas es la periodista Fiona Sturges, que escribe en el periódico The Guardian: “En su segunda temporada, The Handmaid’s Tale se ha despojado de toda esperanza, se ha tragado su furia, abandonó el comentario social de Atwood y ha descendido a una crueldad cínica e inútil. Nos ha dejado como meros observadores, espiando estúpidamente la carnicería”.
Mientras tanto, anticipándose al Brexit, la Unión Europea ha denunciado recientemente que los derechos fundamentales de las mujeres están bajo amenaza de renegociación en el Reino Unido, el mismo país donde acaba de producirse la campaña publicitaria de The Handmaid’s Tale. En el mundo, la batalla por esos mismos derechos fundamentales todavía está en curso: en Nepal, los hombres todavía matan a mujeres por el simple acto de la menstruación, en Myanmar todavía no existe un término para llamar a la vagina, y la mutilación genital femenina (MGF) es perseguida por primera vez en Somalia, después de décadas de ser una práctica respaldada por el gobierno.
En los pocos lugares donde la conciencia colectiva y la legislación lentamente establecen límites a los abusos permitidos a los grupos dominantes, observar a estos grupos encontrar en la narración visual un último bastión para disfrutar aún de un sentido ilimitado de supremacía demuestra el peligro y la persistencia del patriarcado. La ficción y los escenarios virtuales o visuales se utilizan como facilitadores sutiles o explícitos en la renegociación de los derechos humanos, esta tendencia debe exponerse y supervisarse cuidadosamente; y el análisis continuo en relación a sus efectos sobre lxs más vulnerables es crucial y una parte esencial de un futuro libre, para todos.
La traducción de este artículo y de las citas del inglés son responsabilidad de Abigail Schreider. La versión original de este artículo se encuentra disponible también en Inglés y en Italiano.
Para profundizar (en idioma Inglés)
The free speech panic: how the right concocted a crisis, The Guardian
Contentious Memo Strikes Nerve Inside Google and Out, The New York Times
Now You See It: Helvetica, Modernism and the Status Quo of Design, by Jen Wang / Dangerous Objects
Gracias a Johanna Lewengard, Rodriel Tramell y Cecilia Flumé
Las imágenes se utilizan con fines educativos y pertenecen a sus respectivos dueños.
Benedetta Crippa (MFA en Comunicación Visual en la Universidad Konstfack) es diseñadora gráfica y consultora de comunicación, que vive y trabaja en Estocolmo en Suecia.
Abigail Schreider es Entrerriana, diseñadora industrial de FADU-UBA, Estudiante de Maestría en Koln International School of Design, vive en Colonia, Alemania. Toma mucho mate.